Palabras como austeridad o felicidad tienen un carácter
polisémico por definición, su ambigüedad y libertad de interpretación las
convierte en repositorio predilecto de políticos del tres al cuarto y gerentes
mequetrefes de corporaciones en apuros.
Es famosa la austeridad de Felipe II aunque difícilmente
comprensible en el megalítico escenario de El Escorial. Ser invitado a comer
con Hitler era toda una desgracia, el hambre estaba garantizada al igual que la
tabarra interminable de sus monólogos sobre la Gran Guerra, todo ello en un
sencillo comedor de incomodas sillas, pero rodeado de los gigantescos salones e
interminables galerías de la nueva Cancillería del Reich.
La austeridad puede ser el reflejo de una vida apenas
vivida, pero también puede ser la expresión última de la cobardía más infame.
En estos días que dejamos correr apurando nuestro futuro, los políticos se
muestran austeros en sus declaraciones, convirtiendo la prudencia en el mejor
escudo contra todo ataque que les recuerde su pusilánime pasado reciente. Los
grandes empresarios apenas si se dejan ver, cobardes y rendidos a la baja
estofa de su sabiduría oportunista. ¿Qué fue de los Botines, los González, los
Fainé o los Blesa?
No se engañen, en este país hay mucho, mucho dinero
resultante del saqueo continuado y obsceno que hemos sufrido en los últimos
quince años. Dinero que esperará paciente a que todo se olvide. Mientras tanto,
el silencio por consigna y la austeridad por doctrina. Una austeridad
consistente en callar, aguardar y dejar que pase lo que tenga que pasar.
Demasiado grandes para caer, demasiado ricos para temer. Dejemos que el tiempo,
esa gran estrategia de la evolución selectiva, haga su trabajo y se cobre sus
victimas.
Pero la palabra austeridad también significa “cumplimiento riguroso
de las normas morales” y, en este sentido, tanto políticos, banqueros,
empresarios del ladrillo y demás horda se han convertido en el paradigma del
insulto a la austeridad y, de paso, a la inteligencia.
Nos sentimos huérfanos de futuro, abandonados a nuestra
suerte y a los caprichos de gente mediocre que pretende influir en nuestros
destinos. Muchos de nosotros ya no pueden ni siquiera practicar la austeridad
impuesta, avocados a la desesperanza y la miseria.
Pero todavía nos queda un último significado de la palabra
austeridad, aquel que dice consistir en la renuncia a lo innecesario. Quizás
sea el momento de ser auténticamente austeros tomando la decisión de prescindir
de aquello que nos resulta superfluo: políticos incapaces cuando no corruptos,
empresarios de opereta que supieron gestionar sus negocios cuando hasta el más
tonto vendía bollos de madera, oportunistas, arribistas, especuladores y demás
morralla que permitimos convivir con las esperanzas, el esfuerzo y la ilusión.
Nos amenazarán con el abismo, la quiebra y la ausencia de
futuro, pero no existe mayor tiniebla que la provocada por quienes esconden las
luces intentando ocultar su impotencia y miseria.
Es la hora de la austeridad, entendida como la defensa de la
inteligencia, la moral y el futuro.
6 comentarios:
Vamos... lo que yo decía.
Un abrazo.
Pues eso querido compañero...
Si es que somos primos hermanos.
Cuidate
Es la hora de la austeridad, entendida como la defensa de la inteligencia, la moral y el futuro.
amen. Un abrazo
EFECTIVAMENTE FERNANDO!!!
Resulta elegantemente gentil y compasivo el modo de expulsar de nuestro intelecto aquello de lo cual debemos prescindir. Y que realmente no sé si alguna vez estuvo. Me remito a otros horizontes pero el argumento es válido. Gracias Fernando, como siempre,
tus síntesis son muy valiosas.
Gracias por la visita y el comentario Alice
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