Productividad,
competitividad, rentabilidad son esos mantras que la empresa se repite una y
otra vez como clave de supervivencia y crecimiento. Elementos que encuentran su
materialización práctica en la eficacia y eficiencia de personas y procesos. En
pocas palabras, aquello que vulgarmente llamamos el “día a día”.
Aunque
cueste admitirlo, este día a día se acaba convirtiendo en el tirano que todo lo
condiciona y regula en una organización, hasta el punto de perder toda
consciencia sobre la oportunidad de convertir en necesidad estratégica el
planteamiento de retos a partir del conocimiento y talento de las personas.
Incluso
aquellas organizaciones que deciden explorar las fronteras de oportunidad y
valor que se extienden más allá de las rutinas cotidianas deben contar con la
tiranía del día a día como el principal de los obstáculos a salvar. En cambio,
para muchas otras, esa tiranía se convierte en la excusa perfecta.
El
día a día es aquello que nos impide convertir la experiencia en conocimiento
formal. Esa rutina que nos adormece en los campos de la seguridad y el
automatismo hasta hacernos olvidar nuestro enorme potencial y talento. La
ineludible obligación que justifica nuestros errores sin llegar a convertirlos
en sabias lecciones. La negación de la oportunidad. La magia negra que
convierte los problemas en molestias. La comodidad y el conformismo.
El
día a día es nuestra filosofía de la miseria intelectual en una realidad, la
empresa, constituida por y para el desarrollo de nuestra potencialidad intelectual,
en ocasiones disfrazada de destreza manual.
Quizás
la primera reflexión que debiera hacerse una organización, incluso antes de
meditar sobre sus misiones, visiones y valores, fuera preguntarse ¿qué más?,
además de saber quienes somos, qué hacemos o cómo lo hacemos.
Hay
quien dice que hay que vivir el día a día, sin preocuparse del futuro, viviendo
intensamente cada instante porque, quizás mañana, no estés para contarlo. Es
posible que sea cierto, pero en el mundo de las organizaciones esas reflexiones
no debieran tener cabida. Las empresas, entre otras muchas cosas, existen para
ofrecernos la oportunidad de descubrir qué más podemos hacer, además de lo que
ya sabemos hacer. Vivir intensamente cada momento rutinario podrá ser la utopía
del gerente estajanovista, pero en el fondo, no es sino la expresión de la
mediocridad cortoplacista.
Las
organizaciones no tienen sentido sin futuros. En ocasiones, propiciados por la
dinámica general de los sistemas. Pero cuando estos fallan, como es el caso,
tan solo nos queda el recurso a nuestro talento y conocimiento para crear
futuro donde sólo hay tormentas.
En
estos momentos, siete de cada diez empresas malviven al día, apenas si pueden
refugiarse en el día a día mientras tratan de encontrar culpables en los entornos
financieros, las contracciones de mercado o cualquier otra excusa que les exima
de la acción. Pero, como decía un personaje de Camus, “hay momentos en los que
la indiferencia es un acto criminal”.
Esas
siete de cada diez empresas debieran revisar su pasado inmediato si quieren
encontrar un futuro cercano. Si lo hacen, encontrarán muchas claves, pero
quizás la más evidente sea su fanatismo religioso hacia el día a día y su
desprecio permanente hacia el valor del conocimiento y el talento oculto de sus
personas, los esclavos de la rutina.
La
indiferencia podrá ser un acto criminal en nuestros días, pero la ceguera puede
acabar siendo un instinto suicida irremediable.
2 comentarios:
Sólo te discuto una cosa: no son 7 de cada 10, son por lo menos 9.
Un abrazo.
Camus, “hay momentos en los que la indiferencia es un acto criminal”.
Que se lo pregunten a él. Nunca se puede ser diferente a nada, la indiferencia para mi es la negación de todo. Interesante.
Bss
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