martes, 25 de septiembre de 2012

SON TIEMPOS DE LIDERES


En los últimos años, el término “gestionar en tiempos de crisis” se está convirtiendo en todo un clásico cuando, en realidad, no pasa de ser una falacia pensada para aquellos que, lejos de dar un paso decidido hacia el horizonte, prefieren mirar a uno y otro lado esperando una señal del cielo que les indique el camino a seguir. Sólo hay una dirección posible: hacia delante y con decisión. Si retrocedes, te engullirán los muertos. Si te apartas a un lado, ya nunca encontrarás el camino y si decides quedarte quieto, simplemente serás presa del olvido.

De partida, quienes hablan de “tiempos de crisis" no hacen otra cosa que eludir la realidad. Estos no son tiempos de crisis, sino de CAMBIO que no es lo mismo.
Resulta más que probable que se haya dejado crecer la especulación y la avaricia sin límite. Parece evidente que hemos permitido la generación de un nepotismo político sin freno. Es cierto, aunque nos duela admitirlo, que hemos regalado derechos y bienestar a cambio de nada. Pero todo ello es pasado y poco o nada va a ayudarnos a decidir nuestro futuro, más bien nos demorará en la búsqueda de culpables mientras el horizonte se distancia cada vez más hasta llegar a desaparecer, signo inequívoco de que estaremos en la más absoluta tiniebla.

Recurramos a un principio de matemática básica o como dicen ahora, “matemáticas para dummies”.

Si aumentas la deuda, contraes el PIB y viceversa.
Cada cinco minutos sacamos a colación el tema de la ceguera institucional en relación con esta evidencia para tontos, pero curiosamente es la política que practicamos segundo a segundo en nuestras empresas. Contracción total del gasto es la orden del día que se repite sin descanso. Retroceso de la productividad emocional y material es la consecuencia directa. 
Cada tres minutos sacamos a relucir la falta de liderazgo político como uno de los principales obstáculos para recuperar la senda de la normalización y el crecimiento, pero curiosamente es el gran pecado del tejido empresarial español. Las empresas españolas se gestionan, rara vez se lideran y, de momento, esto sigue así. De ahí, la absurda moda de la “gestión en tiempos de crisis” o lo que es lo mismo, agua de castañas en lugar de torrefacto, pero eso sí, en tacita de plata.
En tiempos de crisis y hasta de cambios, las empresas no se gestionan, se lideran  sino, simplemente mueren o acaban convirtiéndose en un tingladillo local sin mayor futuro.

El gestor recorta, el líder descubre.
El gestor se excusa, el líder propone.
El gestor inmoviliza, el líder dinamiza.
El gestor reduce, el líder refunda.
El gestor se exculpa, el líder se compromete.
El gestor se aísla, el líder trasciende.
El gestor se protege, el líder arriesga.
El gestor teme perder, el líder sólo piensa en ganar.
El gestor es único, el líder es compartido.

No son frases hechas, simplemente son estrategias. Quienes no aciertan a descubrirlo, hace tiempo que dejaron de percibir el horizonte, resignándose a ver sin tan siquiera mirar. Videntes en tinieblas, ciegos a la luz.

El gestor recorta de aquí y allá aunque deje para el final sus prebendas. El líder descubre el valor interno, lo hace visible y lo convierte en valor añadido traduciéndolo a una mayor productividad a menor coste, mayor competitividad y cuota de mercado.
El gestor se excusa, busca culpables, ajenos a su entorno inmediato. El líder propone retos, desafíos, en ocasiones aparentemente inalcanzables aunque, en realidad, sólo busca la senda.
El gestor inmoviliza, adormece voluntades, entierra el talento y destierra los sueños. El líder busca lo mejor de cada persona, aquello en lo que puede tener aportar valor, porque sabe que el éxito no es otra cosa que una suma de intimas satisfacciones.
El gestor reduce, buscando la seguridad de la cuenta de resultados. El líder refunda los principios, remueve los cimientos y diseña la nueva arquitectura a partir de un edificio que anuncia ruina.
El gestor se exculpa, recurre a vivos ineptos a muertos sin voto. El líder se compromete en el riesgo, aparece culpable de sentirse capaz y busca el compromiso en el reto compartido.
El gestor se aísla, impermeable a las críticas, más allá del bien y del mal. El líder busca la trascendencia de sus actos porque sabe que es el camino hacia la responsabilidad compartida.
El gestor se protege, huye de la incertidumbre y la molestia. El líder hace de la incertidumbre virtud, convierte el riesgo en una promesa.
El gestor teme perder, sólo conoce el fracaso. El líder aprende cada día del error y lo convierte en el camino hacia el éxito.
El gestor es único en su torre de marfil, inalcanzable, insensible y solitario. El líder inspira, concita voluntades, identifica al grupo hasta convertirlo en una referencia compartida.

Son tiempos de crisis para quienes no aceptan el cambio. Son tiempos de incertidumbre para quienes jamás arriesgaron. Son tiempos de pesadilla para quienes sólo admiten la seguridad de lo estático. Son tiempos en los que muchos sólo desean saber cómo será el mañana, pero hay muchos otros que no desean saberlo porque significaría que alguien lo ha decidido por ellos.

Son tiempos de lideres.

viernes, 21 de septiembre de 2012

EL TIEMPO DE LOS COBARDES



La impotencia es el refugio de los cobardes.
Desde los inicios de la Gran Turbulencia, muchos han sido los que no han podido resistirse a la comparación con La Gran Depresión. Sin embargo, pocos han sido los que han ido más allá de las causas específicas o puramente anecdóticas. Pero, aun han sido menos los que han hurgado en las reacciones más allá del carisma rusveliano o el sentido común keynesiano. Sin embargo, la respuesta generalizada a la hecatombe económica que estalló en 1929 es perfectamente visible a poco que uno se esfuerce: cobardía.
Cobardía concentrada en los aparatos de poder decisivos. Cobardía política a uno y otro lado del océano, pero aún más acentuada en las esferas financieras. Desde el gobernador del Banco de Inglaterra, el oscuro y enigmático Montagu Norman, a su homónimo francés Èmile Moreau, xenófobo y ridículamente puntilloso, pasando por Benjamin Strong, presidente de la FED de Nueva York, un juguete roto oculto tras la mascara del enérgico ejecutivo y terminando por el no menos tragicómico Hjalmar Schatch, presidente del Reichbank germano, quizás el más brillante del cuarteto, pero también el más rígido e inflexible. Estos cuatro Señores de las Finanzas, como les llama Liaquat Ahamed cuyo libro del mismo título no me cansaré de recomendar, encarnaron en gran medida la cobardía que acabó conduciendo al mundo a algo más que una turbulencia cíclica.
Comparar la Gran Depresión de los años treinta del pasado siglo con la Gran Recesión actual no pasa de ser un ejercicio de empirismo ingenuo, al menos en lo que a cronología factual y reactiva se refiere. Sin embargo, existe un paralelismo cierto y evidente: cobardía. No podía ser de otro modo o , mejor dicho, sólo existía una posibilidad entre mil de que ocurriera lo contrario, un auténtico cisne negro. La Gran Depresión fue el primer tono de aviso para el fin de un modelo que necesito de un epilogo adicional protagonizado por la ausencia generalizada de inteligencia en que se convirtió la Segunda Guerra Mundial. En definitiva, la burbuja inmobiliaria de Florida, la locura del Jueves Negro, las instantáneas de Dorothea Lange, los tambores y fanfarrias de los camisas pardas o las parodias trágicas de Charlot no ocultaban otra cosa que un fenómeno tan natural como las mareas: cambio, muerte y nacimiento.
Aunque pueda parecer una contradicción para una especie de éxito, los humanos presentamos una tolerancia prácticamente inexistente en lo que al cambio se refiere. El cambio está siempre asociado a la incertidumbre ante lo desconocido. Proclamamos amar con delirio el progreso, pero rara es la ocasión en que no reaccionamos con hostilidad o al menos indiferencia ante una exigencia de cambio. Cuando éste ya se ha producido y consolidado, las adhesiones al nuevo estado de las cosas llegan por millones, mientras los políticos ensalzan las virtudes del sacrificio que nos ha permitido conseguirlo, cuando, en realidad, ha sido la fuerza de los hechos la que nos ha arrastrado a ese nuevo horizonte del que permanentemente renegábamos.
Roubini se ha convertido en el gran profeta de lo específico, pero, de partida, nos encontramos con un error de definición: esto no es una recesión, sino un cambio de modelo en toda regla. Un fenómeno que se inicio hace ya veinte años y que no pocos han anunciado. Este no es el final del modelo anterior, pero sí la confirmación cierta de su pronta defunción. Las agonías de los modelos son lentas y dolorosas, pero la resistencia fundada en el miedo las hace aún más dramáticas para quienes las viven refugiados en la falsa seguridad de la impotencia. Protagonizar la agonía no exime de dolor, pero éste se convierte en sacrificio que se recompensa con el éxito. Vivir la agonía significa protagonizar el dolor, la resistencia suicida del cobarde.
Lo que está por llegar no será ni peor, ni mejor, simplemente distinto. Los nuevos modelos no son buenos en sí mismos. Nacen con la impronta de la inocencia que, tarde o temprano convertiremos en virtud para devenir en pasiva seguridad que acabará engendrando su momento final. No seremos más felices, ni más libres o más opulentos, simplemente seremos diferentes. Finalmente llegaremos a ese punto. Pero lo que ahora está en juego es cómo queremos llegar a ese momento. No existen optimistas o pesimistas mal informados. Tan sólo cobardes acomodados o valientes inspirados en el sacrificio.
Hoy por hoy, vivimos tiempos de cobardes. Cuando el destino nos alcance, ojala que podamos mirar hacia atrás con orgullo en lugar de confusión.
Imagen : Dorothea Lange

martes, 18 de septiembre de 2012

METAFÍSICA CORPORATIVA


Imaginen una  empresa que debe transportar sus productos a puntos de venta específicos. Cada partida necesita cuatro camiones y los responsables de la logística han comprobado que mientras uno de ellos realiza la ruta en cuatro horas, otros dos invierten seis horas y hay uno de ellos que necesita siete horas para cubrir la misma.
Si convertimos esta situación en problema, la mayoría de las empresas españolas lo enfocan como una cuestión actitudinal de las personas frente al trabajo que deben realizar. De partida, el presupuesto es que la tarea puede desempeñarse en cuatro horas y no hay explicación para que se deban invertir seis y aun menos siete horas en la misma. La conclusión varia según el talante actitudinal de quienes tienen responsabilidades gestoras, pero en términos generales acaba siendo casi siempre la misma: todas las personas debieran realizar su trabajo en cuatro horas, quizás fuera admisible un margen de treinta minutos, pero todo lo que se escape a esa previsión entra dentro de ineficacias no admisibles, achacables en su mayor parte a la desidia, la apatía, la baja identificación con la compañía o incluso cosas peores.
De partida, la solución a este problema es claramente compleja y abarca distintos frentes que van desde lo estrictamente operacional hasta lo íntimamente emocional. En otras palabras, este tipo de problemas aparentemente específicos no son otra cosa que el reflejo de toda una cultura empresarial firmemente asentada lo que explica que las soluciones de optimización que se despliegan casi nunca llegan a tener efectos correctores en grado significativo.
Una respuesta efectiva a este y a otros muchos problemas está condicionada por lo que podríamos llamar la Metafísica Corporativa, es decir la capacidad de la empresa para verse a sí misma trascendiendo de modelos, perjuicios, condicionamientos casuales y construcciones univocas del concepto valor. Si esto no ocurre, la empresa navega al capricho de la causalidad del día a día, de la casualidad y la ocurrencia y cuando todo esto no funciona, siempre se puede echar mano del Catón.
Aplicando todo ello al problema inicial, la respuesta sería sencilla. La solución no pasa por conseguir que todo el mundo lo haga en cuatro horas, sino más bien en plantearse que quienes lo hacen en seis o siete puedan lograrlo en cinco. Quienes invierten cuatro horas son realmente buenos, pero serían más valiosos para la empresa si ayudarán a los demás a conseguir hacerlo en cinco.
En un equipo ganador nunca puede haber perdedores.

sábado, 15 de septiembre de 2012

LA PRIMERA REVOLUCIÓN DE LOS RECURSOS HUMANOS


La relación entre personas y rutinas en una empresa apenas si suscita dudas: se espera la máxima eficiencia posible en su ejecución. Sin embargo, cuando hablamos de problemas, el binomio se resiste a una explicación lógica al escapar a los límites contractuales establecidos. Esta es una vieja cuestión pendiente de un sistema que nació con una estructura de gestión piramidal pensada exclusivamente para producir.
Hoy en día, nadie se plantea la viabilidad de esta premisa. La volatilidad de los mercados, las exigencias competitivas, la complejidad tecnológica, la arbitrariedad de una demanda manipulada por la oferta y la globalidad consagrada como la nueva religión de la modernidad vacua, exigen nuevas consideraciones más allá del “libre encuentro” de la fuerza de trabajo y el capital.
Sin embargo, cuando llega la hora de articular una “empresa más humanista” en aras de su supervivencia y crecimiento, surgen los viejos perjuicios de una y otra parte. “No me pagan por pensar” es una frase que se repite con insistencia, pero no menos aún escuchamos aquella que sentencia que “una empresa nunca podrá ser democrática”. En definitiva y como decía el refranero gitano: entre unos y otros la mataron.
La estrategia del “estímulo positivo” ha sido algo así como el Summer Hill de la calidad, la innovación,  el talento y el emprendimiento, entendidas estas como la máxima expresión práctica de la revolución en los Recursos Humanos en la empresa. Una esperanza basada en las personas, sus capacidades, su habilidad para aunar retos y esfuerzos, su valioso conocimiento y, sobre todo, la búsqueda de alternativas a un sistema viejo y enfermo que no acaba de encontrar un sucesor digno y fundamentalmente digno de confianza. Es algo así como tratar de vestir a un cura de aldea de rabiosa actualidad. Al final, parece que se dirige al carnaval del pueblo vecino, ni demasiado convencido, ni demasiado animado por lo que acabará en una esquina del prado viendo a otros disfrutar de la fiesta.
Quizás lo primero que debiéramos de replantearnos debiera ser la naturaleza y condiciones del aspecto contractual. ¿Para qué se contrata a una persona? De momento, la respuesta apenas ha variado desde los tiempos de Smith y Ricardo y hasta formularse la pregunta parece ser un insulto a la inteligencia. La empresa contrata a una persona para trabajar. Adórnese como se quiera que, al final, dos y dos son cuatro. Refinando la respuesta, podríamos decir que se busca la máxima eficiencia en la ejecución de tareas, el respeto a las normas y la adhesión a los principios, la misión y los valores, buscando el máximo de fidelidad en términos de producción de valor y baja generación de conflictos y problemas añadidos. A cambio, la empresa, ese ente incorpóreo pero cuya existencia nadie pone en duda, promete cuidar de la persona, no sólo en lo que a prevención y seguridad se refiere, sino también tratando de conciliar lo laboral y privado, ayudando a un desarrollo profesional pleno, por supuesto sin llegar a explicitar demasiado que supone esto y sin dudarlo, pagando religiosamente el salario establecido.
Si por algún sitio debemos comenzar “la revolución de las personas en la empresa” es por algo tan prosaico como alterar el modelo tradicional de relación contractual de ambas. Si se insiste en contratar a cambio de eficiencia en las rutinas, no tiene sentido plantearse otras obligaciones más allá de estas por muy loables, contemporáneas y beneficiosas que parezcan.
Si la empresa es realmente consciente del valor integral y potencial de las personas, el nuevo modelo contractual debiera recoger tal aspiración, insistiendo en el valor que se concede al talento individual para afrontar problemas y aprovechar oportunidades más allá de las rutinas establecidas, sea cual sea la cualificación, ubicación, responsabilidad  y retribución de la persona. La empresa, entendida en estos términos, ni regala, ni explota, convirtiéndose en una auténtica  oportunidad de desarrollo no sólo profesional, sino también social e individual. Y todo ello, sin menoscabo de la necesidad de una estructura de gestión, de un principio de autoridad y de un escalafón de responsabilidad. Pero lo cortes no quita lo valiente.
Siempre tendremos directivos y mandos que se empeñen en defender la primacía de la pirámide como último recurso para ocultar su castración emocional. Siempre contaremos con vagos profesionales que aludan al viejo recurso del trabajo – salario como camuflaje a su fracaso vital. Siempre encontraremos personajes anodinos, zombis laborales que pasan por la vida con menos estruendo que una ligera brisa de verano. Pero todo ellos, nunca deben ser ni excusa, ni freno para permitir que los buenos sean mejores. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

NO ME DOY POR VENCIDO


El Emprendimiento Interno es un fenómeno relativamente reciente, pero que está abriendo camino con fuerza, sobre todo en Europa y particularmente en Alemania y países nórdicos como valor y seña de identidad diferenciadora de la empresa. De hecho, los últimos dosieres sobre las economías de estos países señalan a la Innovación como fuente de valor estratégico, pero apoyada en una sólida base de Emprendimiento Interno como cultura normalizada. En otras palabras, el Emprendimiento Interno garantiza un despliegue integral de los procesos de innovación más allá del ámbito estrictamente tecnológico o de los proyectos corporativos de significada entidad. La Innovación tiene aún mucho que decir sobre la optimización de procesos, estrategias de negocio o simplemente cientos de pequeños problemas que por su dimensión apenas se abordan, pero que acumulan un potencial significativo de ineficiencias que redunda en niveles de productividad y competitividad no aceptables.
Nadie duda que la Innovación en este país, en términos generales, ha avanzado significativamente, más aún teniendo en cuenta el peculiar entorno en el que se ha desarrollado. La Innovación como espíritu, actitud y valor ha tenido que convivir con una clase política que la ha manipulado hasta límites insostenibles en beneficio propio. Nunca sabremos las ingentes cantidades de dinero invertidas en campañas de sensibilización, happenings multitudinarios, conferencias interplanetarias en las que algunos gurús  llegaban, soltaban cuatro grandes verdades que nada decían y se largaban con un talón de al menos cinco cifras. Nunca llegaremos a conocer con certeza el balance real de cientos de convocatorias estatales, autonómicas, provinciales y municipales con el fin de promover la innovación de las empresas y, de paso, ayudar a este, aquel y al de más allá a mantener su negocio de consultoría. Podríamos continuar con los excesos al menos otras cuatrocientas o quinientas líneas, pero no merece la pena, es agua pasada y nada va a solucionar el llanto, salvo irritarnos aún más en el dislate.
Ahora, sí , ahora que la innovación sería más necesaria, es prácticamente imposible convencer a nadie para que lo intente, pese a que en ello le va la vida de su empresa. Pero, ¿qué se puede esperar?  Innovación y subvención son dos términos que se han relacionado en este país con cadena de oro. Acabados los chollos de las convocatorias públicas, hablar de innovación es simple y llanamente un dislate. Si además no olvidamos la otra gran falacia construida en torno a la Innovación que la confunde con complejos e inalcanzables proyectos de raíz tecnológica, apaga y vámonos para la Cuesta de las Perdices.
Nadie discute la necesidad de la I+D+i, nadie cuestiona el esfuerzo de algunas grandes corporaciones, nadie pone en duda la imperiosa necesidad de promover la Innovación desde las instancias públicas. Pero todos debiéramos admitir que la Innovación es algo más que todo eso. Algo posible, alcanzable para la totalidad de las empresas de este país, sea cual sea su tamaño y sus posibilidades financieras. Algo que puede aportar valor de forma rápida e inmediata, contribuyendo a la mejora de la tan traída y llevada competitividad. Algo que puede ayudarnos de forma definitiva a internacionalizarnos en un momento tan crítico como el que vivimos. Algo, en definitiva, básico y elemental en el Manual de Supervivencia de la Empresa Española.
No se necesitan grandes inversiones, no es necesario retornar a las grandes subvenciones. No es complejo, no es inalcanzable. Es necesario en una matriceria, una cadena de fruterías, tres hoteles, cuatro comercios textiles, una acería, una corporación aseguradora y hasta un estanco.
¿Y saben por qué?
Por que lo llevamos en los genes. Avanzar cada día un poco más, descubrir nuevos retos, no echarse atrás ante los problemas, demostrarnos que podemos, rechazar esa absurda idea de que “el otro” siempre piensa mejor, trabaja mejor, es simplemente mejor.
Un consejo... No lo llame Innovación aunque al final, no lo dude, habrá innovado. Comience por enfrentarse a sus problemas, buscar sus oportunidades. Convierta sus problemas en oportunidades. Considere sus oportunidades como un problema que puede resolver con éxito. Y, sobre todo, recuerde que no está sólo. Es igual que hablemos de una empresa de dos o de dos mil. Al final, todos deben trabajar en sacarla adelante. ¿Por qué entonces sólo algunos tienen la capacidad de señalar el camino? 
Yo lo tengo complicado. Me dedico a esto de la Innovación y, sobre todo, del Emprendimiento Interno. Se de lo que hablo, estoy seguro que puedo asegurar retornos inmediatos, pero ya casi nadie quiere escuchar. Bastante tienen con resistir. Pero, no me voy a dar por vencido. Mañana lo seguiré intentando. Y, ¿saben por qué?
Por que soy muy bueno, pero quiero ser mejor.
Y usted, ¿se da por vencido?

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