domingo, 24 de marzo de 2013

LA INNOVACIÓN NO DEMOCRÁTICA




La Innovación es como el sexo juvenil. Se habla mucho de ello, pero se practica poco y, menos aún, con cierto fundamento. Pero si esto es cierto en términos generales, cuando hablamos de innovación de las personas es como si hubiéramos topado con un eremita consagrado al celibato y la abstinencia.
Ya es de por si grave confundir innovación y tecnología como si de un comunión excluyente se tratara. Más aún es confundir innovación y gran empresa como si las pequeñas, medianas y los lobos solitarios no tuvieran nada que ver ni hacer en la fiesta. Qué decir de la parafernalia oficialista de los meeting del mundo universal, happenings y world conference, charlatanes y deanes de verbo fácil, showmen innatos del Club de la Comedinnovación, artistas consagrados en la charleta de media hora que te deja con una sonrisa en los labios, pero nada más.
Pero si algo es grave, es hablar de innovación, incluso practicarla  y, sin embargo olvidarte de las personas. Y es que, aunque algunos les duela, la innovación son las personas, las de consejo, título y tuerca. Todas ellas, de la primera a la última. 
Contar con un flamante departamento de innovación, involucrar a los white collar, léase los de la corbata y quedarse tan ancho, es como celebrar una paellada popular y olvidarte de invitar a los de la barriada del extrarradio. Una estafa, una parodia tétrica que recuerda a Caffrey el protagonista de la serie del mismo nombre.
Pero la excluyente actitud de la innovación a la española no sólo ataca a los fundamentos de una empresa más humanista, justa y basada en el valor del conocimiento y la inteligencia, más allá de las convenciones de la RSC, la conciliación y todas esas cosas. Ataca a los fundamentos del sentido común económico – si alguna vez ha existido tal cosa-. Acaba por ser la prueba más palpable de la miopía empresarial al renunciar a un principio básico: la búsqueda continua de valor.
Es como si nos dedicáramos a la prospección de reservas petrolíferas y ante un área de doscientos kilómetros cuadrados, nos contentáramos con realizar sondeos en los diez que se nos antojan más atrayentes a primera vista. Puede ocurrir que encontremos una bolsa de 10 millones de barriles potenciales, pero ¿qué pueden esconder los otros 190 kilómetros cuadrados que hemos renunciado a sondear?
Esta no es una actitud innovadora, menos aún emprendedora, pero en términos menos sofisticados, es una solemne tontería, amen de negar el principio de realidad empírica.
Si algo debe ser la innovación es universal y democrática. Siempre un derecho, nunca un deber. Siempre un reto, jamás una molestia. Podemos hartarnos de hablar de Open Innovation, Océanos Azules, Innovación Inversa, Redes Sociales Corporativas y muchas cosas más, pero si no somos capaces de garantizar el acceso a la innovación al conjunto de personas de nuestras empresas, estaremos faltando al primer principio básico para innovar: ser persona.

domingo, 10 de marzo de 2013

¡DEJE DE HABLAR DE LA INNOVACIÓN!





Aunque parezca un contrasentido, apenas se habla de “innovación” en las organizaciones. De hecho se presupone que algunas de ellas “innovan intensamente”, otras están en ello y algunas todavía no aciertan a encontrar el camino. Pero de una forma u otra, parece que todos, absolutamente todos, hablamos de innovación.

Yo diría que la innovación es algo así como la “democracia”. Tomemos por ejemplo Europa. Todos los europeos somos demócratas, todos disfrutamos de gobiernos democráticos. Pero, por alguna extraña razón, todos estamos bastante cabreados con esto de la democracia paneuropea. Algo semejante ocurre con la innovación. A todos nos parece indispensable, nadie imagina el futuro sin innovación. Pero, a la hora de la verdad, resulta difícil llegar a un consenso sobre qué es exactamente esto de la innovación y más aun conseguir precisar cuáles son sus retornos reales. En otras palabras, estamos un poco hartos de esto de la innovación.

Quizás el problema no está en la forma, sino en el fondo o, dicho de otra manera, quizás nos hemos concentrado exageradamente en “traer la innovación” a nuestras organizaciones sin pararnos a pensar cómo deben ser éstas  para poder digerir y aprovechar ese extraño objeto de deseo. En la misma línea, todos queríamos ser “europeos”, pero quizás no nos preguntamos qué significaba ser europeo.

Este es un extraño país a la hora de enfrentar retos. Acostumbramos a actuar primero y tratar de apuntar después. El problema es que casi siempre disponemos de una única bala en la recamara o, dicho de otra manera, ni disponemos, ni admitimos segundas oportunidades. Recibimos a la “innovación” como nuevos conversos decididos. Despilfarramos millones y millones en difundir el nuevo milagro con eventos “sensibilizadores”, ayudas públicas “estimuladoras”, grandes conferencias mundiales, discursos programáticos, agencias estatales y autonómicas y hasta un flamante ministerio del que nunca más se volvió a hablar. Y ahora que se retira la marea y debieran verse los efectos, la pregunta que nos hacemos es tan simple como ¿Y…?

En cualquier caso, si todavía está pensando en esto de la innovación, si todavía le quedan fuerzas y creencias para seguir pensando en cómo podría introducirla en su empresa, no cometa el mismo error, no se deje llevar por el activismo descontrolado, no dispare sin apuntar porque, efectivamente, sólo cuenta con una bala.

¿Entonces?

Pues tan sencillo como dejar de hablar de la innovación y, menos aún, intentar practicarla apañándose lo último en redes sociales corporativas, metodología interactiva recién embalada en Palo Alto, Stanford o el mismísimo MIT y toda la parafernalia correspondiente.

No, no…

Hay algo más básico, anterior a todo eso, simple y elemental: PENSAR EN LA INNOVACIÓN.
Deje de hablar y no actué. Comience por pensar. Seguro que se está preguntando, bien, vale, pero ¿en qué pienso? La respuesta es sencilla: ¿para qué quiero la innovación? Si lo hace, ya estará dando un gran paso y evitando un error clásico, confundir la innovación con un fin cuando es un simple medio para alcanzar cosas  realmente más importantes.

Déjeme aconsejarle una herramienta, quizás la más sencilla, pero también la más potente para estos casos. La llamamos Six&Six – Seis y Seis – porque consiste en que se formule seis cuestiones, eso sí, muy importante, tanto en positivo como negativo. Estas serían sus cuestiones…


¿Por qué debo traer la innovación a mi empresa?
¿Por qué no debo traerla?

¿Qué debe ser la innovación en mi empresa?
¿Qué no debe ser?

¿Quién debe innovar en mi empresa?
¿Quién no?

¿Cómo debo innovar?
¿Cómo no debo innovar?

¿Dónde debo innovar?
¿Dónde no?

¿Cuándo debo innovar?
¿Cuándo no?


La innovación puede y debe ayudarle a cambiar su organización, su estructura, su forma de ver a las personas, su valor y potencial. En definitiva, puede ser la excusa perfecta para repensar, recrear y revolucionar su organización. Y si además obtiene un valor añadido por las innovaciones incrementales, disruptivas, radicales o lo que sea, pues, qué más quiere…

Pero, sobre todo…

¡DEJE YA DE HABLAR DE LA INNOVACIÓN!

martes, 5 de marzo de 2013

EL DISPARATE DEL CAMBIO




La búsqueda de valor a partir de la gestión del cambio en cualquiera de sus expresiones es uno de los fenómenos más dispares que se puede encontrar en la estructura organizativa de las empresas españolas y, todo ello, conlleva inevitablemente unos resultados discretos cuando no mediocres de algo que debiera ser una de las principales fuentes de valor de forma sostenida. Las razones para ello son múltiples y no afectan por igual a todas ellas aunque podemos encontrar elementos coincidentes.
Quizás la causa genérica más extendida sea la ausencia de una visión global y estratégica del concepto de cambio y su relación directa con la generación de valor a medio y largo plazo. Todo ello conlleva la aparición de  distintas corrientes internas relacionadas con el cambio y la participación de las personas en el mismo que frecuentemente se solapan. Las consecuencias son de sobra conocidas: multiplicidad metodológica, baja optimización en la distribución de recursos, problemas de forma y fondo en la ubicación organizacional de todas las iniciativas y, sobre todo, una progresiva y alarmante desmotivación de las personas ante todo aquello que debiera suponer una oportunidad para el desarrollo del talento individual y corporativo. Cuando este tipo de situaciones se consolidan, resulta prácticamente imposible una marcha atrás, dados los grupos de interés creados, los recursos comprometidos y, sobre todo, el esfuerzo necesario para dotar de coherencia a algo tan humano como la búsqueda de la mejora continua. Tan sólo el concurso de las direcciones generales o consejeros, así como su firme voluntad, permiten poner remedio al pandemónium, pero es tan poco frecuente que apenas ocurre.
La ausencia de visión global deja también las puertas abiertas a las sucesivas corrientes que llegan en relación con la gestión del cambio. De hecho, el oportunismo y la tendencia general las hacen irresistibles permitiendo una colonización de la estructura que consolida la organización de la desorganización. A poco que hagamos memoria, recordaremos como algunas de nuestras empresas se afiliaron a la Reingeniería de Procesos predicada por Hammer por primera vez en su “Reengineering Work: Don´t Automate Obliterate”. Después llegó la Calidad en cualquiera de sus variantes invadiéndolo todo hasta llegar a convertirse en la estrella del espectáculo. Cuando pasó la fiebre, irrumpió con fuerza la Innovación aunque en nuestro país adoptó un sesgo tecnológico de difícil comprensión que unido a su explotación descarada por políticos y grandes gurús como  la solución definitiva a todos nuestros males, acabó por aburrir a todos sin tan siquiera haber conseguido levantar el telón. Entre medias, fenómenos localizados  como el Kaizen y otros que, sin llegar al top de los dioses, también han cosechado sus adeptos. Todas estas corrientes son perfectamente validas y justificadas, pero no llegan a demostrar su valor en un contexto de ausencia de visión estratégica global. ¿Quién no se ha encontrado con el Departamento de Marketing impulsando procesos participativos de innovación, mientras el de I+D+i se dedica a lo suyo, el de Calidad se resigna a la rutina burocrática y los Recursos Humanos no acaban de comprender quién no les ha invitado a la fiesta?
Incomprensiblemente, el damnificado final de toda esta situación acaba siendo quien en realidad estaba llamado a ser protagonista, es decir el conjunto de personas de la organización. En el mejor de los casos, se requiere su concurso indiscriminado por parte de los impulsores de las distintas corrientes de cambio, pero no sólo se pide participación, también se requiere interiorización de procedimientos, herramientas y dinámicas dispares, todo ello sin mayor armonización con las rutinas diarias. El resultado es la progresiva desconfianza y apatía hacia todo aquello que se salga de la normalidad. En el peor de los casos, es como si de una liga futbolística se tratara en la que todos deben optar por un equipo, su equipo, defendiéndolo a capa y espada frente a los colores del contrario.
Quizás sean casos extremos, quizás sea la tónica habitual, pero una cosa es cierta, el cambio es la esencia del valor interno de un empresa, su fuente de valor sostenible y continuada y no estamos siendo capaces de visualizarlo adecuadamente. La conclusión es evidente, no aprovechamos nuestras oportunidades más cercanas, perdemos valor, infravaloramos la capacidad de las personas para generarlo, desperdiciamos conocimiento y acabamos centrándonos en el corto plazo sin darnos cuenta de que es la estrategia más débil.
La empresa necesita una reflexión serena sobre lo que supone el cambio en su visión, misión y valores. Necesita construir una creencia cierta y creíble en el papel de las personas, más allá de sus rutinas. Necesita construir una estrategia global a medio y largo plazo que permita la presencia de las distintas manifestaciones del cambio de forma coherente y colaborativa. Pero sobre todo, necesita creer en sí misma como protagonista del cambio.

lunes, 4 de marzo de 2013

LEVANTARSE Y DEJARLOS ATRÁS




A estas alturas de la intriga, cada vez son más claras las señales y más profundas las certezas de que todo esto es algo más que una crisis por muy sistémica y estructural que queramos disfrazarla. Decir que la reactivación está cercana es una solemne majadería propia de quienes no entienden ni imaginan otro estado de cosas más allá del que han conocido. Nos pondremos de nuevo en marcha, esto es indudable porque de lo contrario asistiríamos a una eutanasia colectiva. Pero será eso, levantarse una vez más para retomar el camino. Un camino que será largo y promete muchas aventuras, pero también desventuras que nos harán tropezar y caer de nuevo. No se trata tan sólo de recuperar el tono económico, hablamos de un profundo desorden de identidad que nos obligará a rearmarnos ética y moralmente como sociedad antes de tratar de encontrar una solución política porque, no nos engañemos, solo existen dos opciones: una vía pacífica físicamente hablando aunque dolorosa desde el punto de vista moral y una alternativa violenta en toda su dimensión. La primera no es otra que la vía de la política, pero no concebida como posibilista sino auténticamente realista. La segunda acostumbra a llamarse revolución, confrontación o como se quiera ocultar la ausencia total de inteligencia que no es otra cosa que la violencia.
Hemos confiado demasiado en las instituciones, en su neutralidad, ilusoria objetividad. Hemos delegado en exceso a cambio de la comodidad de quien se siente protegido por la invulnerabilidad del sistema. Hemos relajado nuestras obligaciones como ciudadanos responsables ante la ilusión del milagro económico y el ejemplarizante modelo de transición democrática. Pero nos olvidamos de algo tan evidente como las personas. Las personas que habitaban en las instituciones, las que tomaban decisiones ante nuestra pasiva delegación, las que construían su futuro y condenaban el nuestro. Personas, tan sólo eso, personas con sus virtudes y defectos, tentaciones y ambiciones y una creencia cada vez más firme en su inviolabilidad.
El resultado final no ha sido otro que un proyecto fallido porque eso es España, un proyecto fallido, una sociedad desarticulada, frustrada, confundida, impotente frente a una pequeña minoría que ha vaciado a las instituciones de todo sentido. Las razones pueden ser múltiples, pero todas ellas confluyen en un solo hecho, la extracción. Hemos permitido y alimentado una clase dirigente, tanto política como económica, que se ha acabado convirtiendo en una institución extractiva en sí misma y tenemos por delante el reto de desmontar un profundo entramado de conspiraciones, corrupciones y complicidades. Con toda probabilidad, tan sólo pagarán unos pocos, los menos culpables, pero no nos quedará otra que contentarnos con ello porque si persistimos en mover la inmundicia, al final nos acabará tragando con ella.
Aceptemos los hechos, asumamos los errores, aprendamos de ellos y cuanto antes reiniciemos el camino. Quizás la única duda es la más importante: cómo.
Pasaron los tiempos de revoluciones, pero también los del posibilismo político. Necesitamos rearmarnos ética y moralmente como sociedad. Si no lo conseguimos, querrá decir que nunca existió ni existirá un proyecto compartido y quizás debamos tomar caminos distintos. Pero antes, intentemos recuperar nuestras responsabilidades que no son otra cosa que derechos frente a aquellos que nos han vendido a cambio de humo. No es la hora de los derechos sino de los hechos. No es la hora de la comprensión sino de la reacción. No es el momento del sacrificio compartido con quienes nos lo han impuesto. Es la hora de levantarse y dejarles atrás.

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