lunes, 29 de octubre de 2012

NO SIRVEN EXCUSAS




Los “modelos estables”, entendidos como conceptos, objetos, procesos y principios aceptados como  universalmente validos en una empresa, siempre han arrastrado la leyenda de protagonizar la primera barrera frente a todo proceso de cambio que se despliegue en la misma. No podía ser de otra forma entendiendo que son ellos en sí mismos el elemento a transformar. Pero, en realidad, la etiqueta es totalmente injustificada ya que no son otra cosa que el medio, pero nunca el fin y, menos aún, el frente de resistencia activo. Los auténticos protagonistas de la reacción al cambio no son otros que las personas que casualmente deben asumirlo y sacarlo adelante.
Los modelos estables dan sentido a nuestra vida o al menos a todo lo que la rodea. Existen modelos estables compartidos por millones de personas como es el caso de las lenguas mayoritarias aunque también las hay que son el modelo estable de algunos cientos de personas. Los códigos jurídicos son modelos tan estables como las fiestas de la Navidad, los logos comerciales de compañías de éxito o algo tan simple y sencillo como los números naturales o tomar el café en taza. Los modelos estables nos hacen la vida más sencilla, segura y, sobre todo, previsible. Una empresa cuenta con sus propios modelos estables, desde su imagen de marca hasta el menor de los procesos. Estos modelos son de obligado conocimiento, cumplimiento y ejecución aunque sólo sea de forma teórica. Dicen a las personas cuándo deben incorporarse al trabajo, cómo deben hacerlo, durante cuánto tiempo, cuando pueden parar brevemente y cuando pueden dejar de hacerlo hasta el día siguiente. En definitiva, regulan la vida social y económica de la empresa y fundamentalmente ofrecen la seguridad de que todo puede llegar a funcionar correctamente.
Sin embargo, los modelos estables son también  la principal fuente de incertidumbre aunque ello parezca contradictorio. No son indefinidos en su validez y eficacia. Algunos apenas resultan eficaces durante algunos meses o años, otros lo son durante siglos, pero tarde o temprano, las transformaciones en el entorno en el que han surgido los condenan a desaparecer para dar paso a “nuevas ideas” que no son otra cosa que nuevos modelos estables en crecimiento. Cuando esto ocurre, surge la incertidumbre, la inseguridad, el miedo a lo desconocido frente a la seguridad de lo conocido.
Esta dinámica nada tiene que ver con la teoría económica o la deriva de los continentes, menos aún con la política. No es otra cosa que la naturaleza humana en su estado más puro, un instinto primario que conduce a un fenómeno que llamamos Progreso y que, en definitiva, no es otra cosa que una búsqueda continua de la felicidad.
Desde esta perspectiva, la incertidumbre, lejos de ser una amenaza para nuestra seguridad y bienestar, es una auténtica oportunidad para avanzar y progresar en ellas. Tan sólo hay una condición: abandonar la certeza y seguridad del modelo estable que ha iniciado su decadencia final.
En estos términos, vivimos tiempos de incertidumbre, luego también de oportunidad aunque sólo aquellos que se atrevan a abandonar la certidumbre de lo que hasta hace poco tiempo fue universalmente valido, contarán con esa oportunidad de protagonizar la creatividad destructiva que debe asegurarnos de nuevo el bienestar.
Regresando a la empresa, pueden existir múltiples argumentos en relación con la necesidad de cambio, pero si hay que empezar por lo más simple y evidente, podríamos decir que aquellas empresas que lejos de encontrarse en dificultades, están creciendo de forma sostenida, cuentan con unos modelos estables propios alineados con aquellos que están surgiendo en el entorno global. Por el contrario, las empresas que se encuentran en dificultades o al borde de la desaparición, no deben cambiar sus modelos estables por una cuestión de mera supervivencia, sino más bien porque cuentan con una oportunidad que pocas veces se presenta: decidir por sí mismas su futuro.
Sí, es cierto que los canales de financiación están secos, la demanda contraída, el consumo agotado, el apoyo institucional ausente y mil cosas más. Pero, ¿y qué? ¿Esa va a ser su justificación? Como letanía de su lapida puede pasar, pero como argumento para no aprovechar la oportunidad que se le presenta…
Hágase esta simple y llana reflexión y no olvide que en la sencillez encierra una sabiduría sublime.

miércoles, 24 de octubre de 2012

TALENTO OCULTO





Uno de los aprendizajes que mejor recuerdo de mis años escolares es el valor del talento oculto.

Roberto era un chaval de tantos en aquellos años de urbanidad y Enciclopedia Álvarez. No destacaba por nada en especial. De hecho, todos sus compañeros, incluyendo quien suscribe, le considerábamos un bicho raro. Siempre abstraído en sus cosas, ajeno a las clases, pero también a los juegos del patio y a las tropelías del parque cercano. Don Francisco, más conocido por “el Lobo” por aquello del turrón y las turronadas que nos metía entre pecho y espalda, no se cansaba de amenazarle con el oscuro porvenir que le aguardaba como rey de los mediocres, rayano en lo vago y maleante. En fin, Roberto era invisible, esa invisibilidad que unos consideran medianía y, en realidad, es genialidad emboscada en un mundo de mediocres. Recuerdo el día que el Lobo nos anunció un magno trabajo sobre los Reynos de España y la Morería, empresa que deberíamos afrontar en espíritu de equipos previamente asignados y recuerdo aún más el momento en que mi nombre apareció junto a otros compañeros de armas, todos nos cruzamos miradas sinvergüenzas que sin embargo pronto se transformaron en expresión de pánico cuando escuchamos que Roberto era parte de nuestra fraternidad en el trabajo. Me ahorraré una descripción detallada del arduo proceso de elaboración del trabajo y pasaré al momento final en el que el Lobo nos anunció como ganadores de la lid contra la Morería. Todavía recuerdo cuando nos llamó a capítulo en torno a su carcomida mesa doctoral y nos inquirió sobre el secreto de nuestro éxito. Todos, absolutamente todos, exclamamos a un tiempo: ¡Roberto!

Efectivamente, Roberto fue quien nos dirigió entre tanta corona, razzia, adulterio, traición y moro taimado. Mientras que otros presentaron manuscritos interminables, fruto de fusilamientos a diestro y siniestro, nuestro trabajo apenas reunía diez páginas, pero todas ellas cuajadas de dibujos con explicaciones aplicadas, mapas activos, líneas del tiempo ilustradas y algún que otro pequeño texto formal. En definitiva, nuestras diez páginas contaban mucho más que las ochenta de cualquier otro y lo hacía de forma clara, precisa y, sobre todo atractiva. La Morería nos permitió descubrir el auténtico Roberto, su talento para la síntesis y la comunicación, su capacidad de liderazgo y organización y, desde aquel día, fue uno de mis mejores amigos, pero sobre todo, una lección permanente: el valor del talento oculto. Hoy en día, Roberto es uno de los mejores diseñadores de infografía del mundo. Así es la vida.

El desarrollo de una cultura de Emprendimiento Interno en la empresa dirigida a alinear las capacidades de las personas para la generación de valor por medio de procesos de cambio, sea cual sea su naturaleza y apellido, tiene muchos y variados retornos. Efectivamente, aquellos de naturaleza financiera son los más apreciados y perseguidos por su inmediatez e impacto, pero en pocas ocasiones se cae en la cuenta de la oportunidad que estos mismos procesos brindan para el descubrimiento del talento oculto. Una potencialidad superior a cualquier plan de carrera, consultoría externa o simple afinidad y compadreo.
En las empresas existen multitud de “robertos” que cumplen cotidianamente con sus cometidos de forma razonablemente eficaz, pero de quien no se espera mucho más en su vida profesional. Personalmente les confieso que desconfío por naturaleza de quienes me exhiben su pretendido talento con desparpajo e insistencia. El talento, el auténtico talento, siempre está oculto, dormido, esperando que alguien le brinde una oportunidad de demostrar su valía. Existe en las clases directivas, administrativas, comerciales y productivas de una empresa sin distinción de sexo, edad o apellido conocido. La responsabilidad de quienes dirigen los departamentos de las personas (léase RRHH) es articular los medios y oportunidades para que pueda aflorar  de forma natural y espontánea. 

Después de muchos años de diseñar y desarrollar planes para el desarrollo de una cultura emprendedora e innovadora en la empresa, he caído en la cuenta de que, en realidad, mi trabajo consiste en articular estrategias para descubrir el talento oculto y ponerlo en valor, tanto para la persona como para la empresa. Al final, he llegado a la conclusión de que términos como Emprendimiento Interno, Innovación, Mejora Continua, Reingeniería de Procesos y toda esa interminable letanía, en realidad no son el fin, sino el medio para conseguir el auténtico objetivo: descubrir el talento oculto.

Si lo piensan bien, la escuela y la empresa son realidades paralelas. Tenemos profes y directores malos y buenos, dubitativos y papanatas, leguleyos de la norma y lideres natos, distantes y cercanos. Nos encontramos con colegas fraternales, cabritos en crecimiento y diletantes por excelencia, trabajadores abnegados y vagos por definición, delegados chivatos y comisarios políticos. Pero sobre todo, nos encontramos con un estilo de hacer las cosas que va desde la mera rutina rutinaria hasta el auténtico aprendizaje por resolución de problemas, pasando por la penitencia irremediable del trabajo en este valle de lagrimas que nos toca vivir. Ese estilo es el que decide el éxito o el fracaso, la mediocridad o la excelencia. 

jueves, 18 de octubre de 2012

PRUEBE, COMPARE Y DECIDA




Toda situación es susceptible de acabar definiéndose como problema, pero para ello, al menos, deben cumplirse dos condiciones previas: debe tratarse de una situación cuyo solución desconozcamos y debe sentirse como “no deseada”.

Partiendo de este presupuesto, la actitud de los responsables de una empresa en general y del área de RRHH en particular con respecto al papel de las personas y el aprovechamiento de sus capacidades y conocimientos puede simplificarse considerablemente.

¿Cuál es el papel que deben tener las personas en su empresa?
Ante esta pregunta, sólo caben dos posibles respuestas:

1.     Las personas deben ser eficaces a la hora de cumplir con los cometidos asignados.
2.     Las personas deben contribuir al crecimiento de la empresa con todos sus conocimientos y talento.

En el primer caso, no hay más que hablar. No se trata de una visión mejor o peor. Simplemente es una visión,  aceptada y consagrada. La misión es producir y vender de la forma más eficaz posible sin que ello suponga un menoscabo del derecho de los trabajadores o incluso no se descarten políticas de conciliación, desarrollo personal y profesional, etcétera. Las “incidencias” que se puedan producir en el discurrir diario se afrontan con una cadena de mandos más o menos eficiente, complementada con una política de calidad al uso. Si se contemplan políticas de innovación, quedan reservadas para un conjunto de personas muy limitado, casi siempre enmarcadas en un área del mismo nombre que pueden desembocar en proyectos participados por otras áreas, pero con un número de personas implicadas también muy restringido. Las consecuencias prácticas de cualquiera de estas acciones se transmiten a los trabajadores en forma de orden de trabajo, proceso rectificado o mejorado o simple cambio en la forma de hacer las cosas. Estamos hablando de una estructura vertical con escasas derivaciones horizontales centrada en una gestión dirigida a resultados. Hablamos de empresas que funcionan prácticamente solas siempre y cuando las “condiciones ambientales” se encuentren equilibradas y no presenten alteraciones significativas. Precisando un poco más, estamos hablando del 80% de las empresas españolas, sea cual sea su dimensión y actividad.

En el segundo caso, caben dos posibilidades. Puede ocurrir que se trate de una mera declaración de intenciones articulada en el capitulo de Misión, Visión y Valores que duerme el sueño de los justos en algún cartapacio olvidado. Si este es el caso, estaríamos hablando de una empresa que se enmarca en la primera de las opciones, pero que se camufla hábilmente al amparo de la moda imperante.

Pero puede ocurrir y ocurre que sea una manifestación sincera de una visión por la que se está trabajando o que ya se encuentra normalizada en la organización. En ambos casos, no se trata de una visión peor o mejor que la primera que hemos presentado, pero con toda seguridad es una alternativa más inteligente y, sobre todo, más rentable. Reconocer a la organización como un organismo vivo y dotado en su conjunto de inteligencia ya es una posición sabia de partida. Percibir que no se trata de una inteligencia uniforme sino múltiple y especializada ya es un acto avanzado. Enfocar esa multiplicidad de talentos hacia la generación de valor en cualquiera de sus formas ya es una estrategia de futuro. En definitiva, no se trata de algo sobrenatural, extraño y menos aún arriesgado. Simplemente es reconocer que todas, absolutamente todas las personas de la empresa son inteligentes por definición y que esa inteligencia se manifiesta no sólo en la ejecución mecánica de unas rutinas consagradas sino también en la experiencia y conocimiento práctico que se deriva de ello. Un conocimiento que resulta vital a la hora de enfrentar problemas derivados de la saturación de esas rutinas y su correspondiente progresiva ineficacia. Un conocimiento tácito que puede combinarse con el formal de la empresa dando lugar a soluciones de éxito que se incorporen como nuevo conocimiento institucional. Esto y sólo esto es saber gestionar eficazmente a los humanos y sus recursos.

Una empresa, como ente inteligente, es un motor de constante generación de conocimiento, pero este conocimiento se construye a partir de la interacción directa con el entorno. En otras palabras, el conocimiento se construye resolviendo con éxito los problemas. En consecuencia, el conocimiento tácito es la base de todo proceso de cambio encaminado al crecimiento y la generación de valor, llámese innovación, mejora, reingeniería o como queramos bautizarlo. Sin embargo, en la practica totalidad de las empresas españolas, gobierna el conocimiento formal, institucionalizado. Pero apenas caemos en la cuenta de que todo conocimiento formal deriva necesariamente del tácito. El problema es que ese conocimiento tácito es el que corresponde a una minoría muy restringida de personas de la empresa que curiosamente apenas si tienen contacto directo y permanente con la realidad productiva.

No se trata de adecuarnos a las nuevas tendencias de gestión, apuntarnos a la moda de lo intangible, adornarlo con toques 2.0 para terminar reconociendo la tiranía del conocimiento formal. Es más simple que todo eso. ¿Quién sabe más de un proceso, aquel que lo diseñó o el que lo ejecuta en la practica? Pues ni uno, ni otro, sino ambos a la vez. Sólo la conjunción de ambos puede asegurar la mejora o la innovación del mismo.

 ¿Cuál es el papel que deben tener las personas en su empresa?
Ante esta pregunta, sólo caben dos posibles respuestas:

1.     Las personas deben ser eficaces a la hora de cumplir con los cometidos asignados.
2.     Las personas deben contribuir al crecimiento de la empresa con todos sus conocimientos y talento.

En el primer caso, la empresa sólo aprovecha el 50% de su fuerza de trabajo. En el segundo caso, el objetivo puede ser el 100% desde una perspectiva utópica, pero puede alcanzar el 80% sin dificultad.
Poco más se puede decir sin llegar a herir sensibilidades. Como decía aquel viejo anuncio publicitario: pruebe, compare y decida.

domingo, 14 de octubre de 2012

EL FRACASO DE ESPAÑA



Hay países prósperos y países pobres, países que lo hacen bien y países que lo han hecho, lo hacen y continuarán haciéndolo mal. Pero no es una cuestión de riqueza, menos aún de inteligencia, por supuesto que la geografía influye, pero no decide y las creencias religiosas casi siempre han empeorado las cosas aunque no hasta el punto de ser decisivas, quizás podría pensarse que la cultura lo es todo, pero en este caso su influencia es relativa.

Aquello que determina el éxito o el fracaso de un país son sus instituciones, su solidez y eficiencia, su capacidad de gestionar y controlar a quienes gestionan, su responsabilidad para con los ciudadanos, garantizando su bienestar, pero promoviendo también el respeto y la responsabilidad. Esto y sólo esto es el punto crítico que separa a los países del éxito o el fracaso.

En todos los lugares hay corrupción, avaricia, búsqueda exclusiva del lucro personal, nepotismo y muchas cosas más. Pero todo ello no es la causa sino la consecuencia de unas instituciones débiles que permiten ejercer el poder a quienes nunca debieran hacerlo, consienten su manipulación a favor de unos pocos, transigen con conductas inmorales y permiten que todo ello se produzca en un entorno de impunidad manifiesta.

El fracaso de España como proyecto colectivo no es la consecuencia de la inmoralidad financiera, la pléyade de sinvergüenzas oportunistas, la degeneración de unos partidos que nacieron como democráticos y se han convertido en un fin en sí mismos. No lo achaquemos a las autonomías, a sus sátrapas reventados. Menos aún a la mitad que trabaja y la otra mitad que haraganea. Ni los independentistas, ni los nacionalistas centristas. Ni efectos centrípetos o centrífugos. Dejémonos de recurrir a las historias de la Historia para justificar nuestros fracasos.

La transición desde la edad oscura de la dictadura franquista ha acabado convirtiéndose en un viaje desde la esperanza a la decepción de un país que se pregunta cada mañana cómo ha podido ocurrir. Las causas son múltiples, pero, por encima de todo, planea el fracaso de unas instituciones en manos de quienes pudiendo decidir lo correcto, optaron por lo incorrecto. El poder no corrompe, son los hombres quienes lo corrompen. Todos, absolutamente todos, hemos participado en mayor o menor medida en este acoso y derribo.

Algunos callamos pese a saber lo que ocurría, otros prefirieron mirar para otro lado y muchos se dejaron comprar por un trabajo, una autovía, trescientos campos de golf, prebendas y ayudas, subvenciones y vista gorda, derechos sin deberes, pan y circo o simplemente promesas. Sólo algunos alzaron la voz, pero apenas se escucho entre tanta traca y celebración.

Contemplamos desolados un país dominado por la partidocracia y saqueado por los caciques financieros, dos mundos paralelos pero superpuestos, tangentes y secantes, dos esferas que se necesitan y autoalimentan, la una permite, la otra provee.

La democracia naciente ha degenerado progresivamente en el gobierno de los partidos, endogámicos e inmovilistas, entrenados en el ataque como única estrategia política, organizados en un clientelismo de escala que se extiende a lo largo y ancho del país, desde el pueblo más humilde a la capital más pretenciosa. Un sistema autosostenido en el turnismo como estrategia de supervivencia en un mundo cada vez más aislado de los ciudadanos. Un sistema que genera mediocridad, ineficiencia y descontrol intencionado como moneda de cambio. Un sistema cainita que utiliza a las instituciones como escudo y excusa mientras alimenta su degeneración y desprestigio.

El caciquismo financiero asiste atónito a las consecuencias de su avaricia. No es que calcularan o decidieran erróneamente. Hicieron lo que querían hacer a sabiendas de lo que podía ocurrir. No hay excusas aunque tampoco parece existir el castigo para una casta nacida al amparo del franquismo y que alcanzó su mayoría de edad con los gobiernos González, Aznar simplemente les concedió el cum lauden. Una casta doctorada en el soborno y el chantaje de quienes, debiendo defender y regular, prefirieron celebrar nupcias de estado, si yo triunfo, tú ganas, si yo me hundo, tú desapareces.

Las instituciones son nuestro bien más preciado, aquello que nos debe definir como sociedad, personas que asumen un pasado un común y trabajan por un futuro mejor. Sólo ellas pueden ser capaces de poner orden en este caos de la decepción y la rendición. Pero no podrán hacerlo sin nuestra ayuda y decisión. Presionando, exigiendo de forma constante, reclamando día a día, manifestando nuestra decisión y repugnancia hacia quienes se creyeron con derecho a decidir sin nosotros, más allá del bien y del mal y, sobre todo, más allá de las instituciones que juraron respetar.

Necesitamos nuevos partidos que alejen el fantasma de la partidocracia, las castas endogámicas, las listas cerradas, amiguismos y clientelismos.
Necesitamos una nueva conciencia social que no se deje comprar por las promesas del bienestar.
Necesitamos personas que apoyen esos espontáneos movimientos indignados y los conviertan en corrientes refundadoras, nunca reformistas, estados de opinión y, en definitiva, nuevas vías de hacer y entender la política.
Necesitamos desembarazarnos del miedo al mañana, chantaje cotidiano de quienes todavía deciden.

El fracaso no admite retornos, menos aún enseñanzas, nunca reformas. El fracaso es la acumulación de errores no asumidos, la ausencia total de inteligencia, la carencia de voluntad para aprender.
Este país no ha fracasado, solamente se ha errado, pero el error es el camino hacia el éxito, siempre que lo asumamos, aprendamos y no consintamos en admitir ni un minuto más a quienes pudiendo decidir bien, prefirieron hacerlo mal.

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