Dicen que los “indignados” son sospechosos aunque no se muy bien de qué. En todo caso son CULPABLES y, aunque es muy respetable su indignación, tendrá que llegar la hora de asumir su culpabilidad y actuar en consecuencia. Si les sirve de consuelo, puedo decirles, sin temor a equivocarme, que son tan culpables como los “dignados” por llamar de alguna manera a todos aquellos que contemplan las manifestaciones y acampadas desde la comodidad del sofá. Todos somos culpables, aquí no se salva ni el tato. Aunque también es cierto que todavía existen clases en esto de la culpabilidad. Por un lado tenemos a los culpables por omisión que somos, más o menos, el 98% de la población de este país y, por otro, contamos con los inapreciables culpables por comisión que rondarán el 2%.
Entre estos últimos se encuentran los conocidos golfos y maleantes camuflados en una sufrida clase empresarial, pero también los políticos corruptos que no son necesariamente de Nápoles o la Apulia. Sin embargo, existen culpables por comisión flagrante que, lejos de admitirlo, continúan ejerciendo de pilares del orden y el sentido común en este pobre país. Sí, efectivamente, me refiero a los políticos profesionales, encabezados por los lideres de los principales partidos, añadan el adjetivo “democrático” si ustedes se quedan más tranquilos. La culpabilidad del “pelotari del ladrillo” no es justificable, pero entra dentro de lo previsible, dada la extraña naturaleza humana y lo mismo podemos decir del político corrupto. Sin embargo, el político profesional lo es, como su mismo nombre indica, porque ha decidido dedicarse en cuerpo y alma a una sacrificada profesión que es, no servir a los demás, pero sí protegerlos y cuidar de ellos como si de sus propios vástagos se tratara. No lo ha hecho y en ello radica su pecado, pero no de omisión aunque aparentemente lo parezca, sino de comisión flagrante al infringir la más sacrosanta de sus obligaciones y es aún más culpable, si cabe, por no reconocer su falta y continuar reincidiendo en ella.
Lógicamente, la indignación es la primera reacción ante semejante delito, pero quedarse en ese estado emocional, además de ser un acto inútil, recordaría a las beatas de misa y rosario que miran con displicencia y lejanía al tullido que mendiga a las puertas del templo. Pero reclamar “reacción” tampoco es la vía adecuada y hasta puede resultar mortal en sí misma como opción de ventajistas profesionales que haberlos los hay al acecho. ¿Qué hacer?
Asumir nuestra culpa por omisión ya sería un avance nada menospreciable y hasta un bofetón aplastante a esos políticos que se disponen a perpetuar su delito en las urnas. Ejercer de votantes tránsfugas no nos va a llevar a ningún sitio. Mantenernos en nuestras posiciones partidistas poco nos va a aportar más allá del momentáneo sabor de la victoria. Refugiarnos en grupúsculos marginales es lo mismo que pasearse por la India en viaje organizado y retornar con rostro compungido hablando de la pobreza y la suciedad. Votar en blanco es como escalar el K2 para hacerse la foto que lucirá en el saloncito del adosado. Finalmente, abstenerse es lo más macabro y gilipollas que se me puede ocurrir en una situación como esta. ¿Entonces?
Sólo existe una salida: acudir a las urnas. Pero hacerlo no como indignado, sino como “ciudadano responsable”. ¿Qué es eso?
Aquello que debiéramos haber sido en los últimos veinte años desde que el señor Felipe González recobró esa vieja afición patria que es “el turnismo”. No se es responsable por el hecho de acudir a las urnas. La responsabilidad comienza el día después, vigilando y exigiendo, demostrando que esto no es una democracia secuestrada bajo el amparo de otorgar a los tontos derecho al pataleo una vez cada cuatro años. El burro aprende pronto que pararse a disfrutar de la hierba cuando la labor aprieta no va más allá de un improperio y acabará llegando el día que se niegue a abandonar el corral.
Dice la teoría que el político es “nuestro representante”. Reflexionemos sobre cómo hemos permitido que nos represente, pero saquemos conclusiones y anunciemos que hasta aquí hemos llegado. Si así lo desean, pueden volver a intentar ser políticos, pero es su última oportunidad. Esto sí podemos decirlo alto y claro y para ello no hace falta ser de derechas, ni de izquierdas, ni okupa, ni beato, andaluz o catalán. Basta con percibir que la indignación consiste en ser consciente de que se ha perdido la dignidad y que lo primero que hay que hacer es recuperarla.
6 comentarios:
Ay hijo mio que razón tenéis. Pero a veces me dan ganas de gritar, que paren este tren que me bajo:(
Un abrazo
"La indignación consiste en ser consciente de que se ha perdido la dignidad y que lo primero que hay que hacer es recuperarla"
Brillante, muy brillante y con mucho sentido.
Un abrazo
Hola Katy
Bueno con la razón no es suficiente...
Cuidate
Hola Fernando
Gracias por la visita y el comentario...Puro sentido común, poco más.
Cuidate
Hola Jose Luis:
Pues sí señor. Pero hasta sucede que socialmente ni nos hemos dado cuenta que hemos perdido la dignidad. Y cuando nos lo dicen lo negamos.
¡Uf!
Pues aunque no te parezca una buena postura, en ocasiones he pensado en la abstención como una actitud de protesta, o mejor dicho, de rebeldía. Al fin y al cabo es lo único que les hace tambalearse. O eso me parece.
Un abrazo.
Hola Javi
Esa tentación también me ha rondado, pero, no se, al final, aunque se que hace daño, me pregunto ¿a quién se lo hace realmente?
Cuidate
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